martes, 14 de octubre de 2014

Exorciza a tu abuela, pregúntame cómo

Mi familia siempre ha sido muy colorida, por decirlo de alguna manera. Por algo tuve que haber salido así, afortunadamente sus locuras me afectaron en una manera positiva, al menos más positiva de lo que pudo haber sido si hubiera seguido sus pasos fielmente. Con esto no pretendo despotricar de mi familia (ya lo he hecho en algunas entradas y de seguro lo volveré a hacer, pero no en esta), sino comentar un suceso cómico y algo recurrente en mi configuración familiar.

Vengo de una familia católica poco practicante, la cual tiene entre sus creencias una mescolanza algo interesante de cristianismo, santería, brujería y quién sabe qué otra cosa. Hubo una época en la que mi papá decidió forrar la casa de espejos con ojos pintados, prender velas en todos lados, fumar tabaco y dar lampazo con una mezcla de jabón azul y cariaquito morado, aparte de bañarse -y bañarnos, aún éramos niñas- con eso y cualquier menjurje que se le ocurriera o le dictaran “los espíritus” o su amigo el brujo. Muchos espectáculos nocturnos pudimos apreciar en el patio de la casa entre los tabacos, las velas y, con suerte, la pólvora, además de las veces en las que su amigo el brujo se “incorporaba” y empezaba a hablar en lenguas ancestrales. Según, siempre se le “metía un indio” (en esos años no veía el chinazo) y se lo sacaba muy apropiadamente con una botella de 0.75 de Cacique, a pecho. Cuando terminaba no estaba ni un poquito ebrio, o al menos eso nos hacía creer. No sé qué habrá sido del brujo, pues un día mi mamá se arrechó y botó todos los espejos y cuanta “mariquera bruja” -según sus propias palabras- se le cruzara en el camino, pero al menos los recuerdos de aquellas veladas nocturnas siguen en mi mente y, en cierta forma, son mi evidencia y vivencia personal del realismo mágico -de pacotilla- en el que vivimos.

Ahora, a lo que íbamos. La vena bruja le vino a mi papá por mi abuela, quien siempre creyó que cuanta calamidad se le cruzara en su vida era por alguna brujería lanzada al frente de la casa por alguna bruja malintencionada y envidiosa y no por alguna causa más… racional, digamos. Por ejemplo, cuando mi abuelo quedó ciego y murió a los pocos años, ella se lo atribuyó a un sapo con los ojos cosidos que encontró enterrado dentro de un pote de leche en el patio de su negocio, pero jamás a la diabetes. De hecho, me enteré de que mi abuelo era diabético hace pocos años, y por mi madre, quien, cansada de escuchar el cuento del sapo una y otra vez, salió en mi rescate y me dijo lo de la diabetes. ¿Por qué nunca se lo pregunté a mi abuela? Hay cosas que más vale llevarse a la tumba si al decirlas se trata de contradecir a mi abuela. Mi abuela, esa mujer a quien una vez exorcicé.

No estoy segura de lo que pasó ese día, solo sé que jugábamos en el patio cuando mi abuela de repente se quedó parada en medio del terreno, sin decir una palabra, y sonreía con los ojos cerrados diciéndome “yo no soy tu abuela” y “me siento mejor que nunca” cada vez que le preguntaba qué le pasaba. Mi tío pilló la situación y llamó a mi papá. “Se le metió el indio”, dijo mi padre con una seguridad y una solemnidad ridículas, e inmediatamente empezó a rezar múltiples credos y padres nuestros. Al ver que no surtían efecto, decidí involucrarme en el ritual catolibrujo y, con toda mi determinación, agarré a mi abuela por los hombros, le puse una mano en la cabeza y empecé a decir las mismas oraciones, pero en mi mente, con la misma rabia, determinación e incredulidad con la que asumo cualquier reto normalmente. Al cabo de unos segundos mi abuela abrió los ojos, miró con desconcierto a su alrededor y a nosotros y dijo que se sentía rara, que se quería ir a acostar. Desde ese día mi familia me tiene un respeto extraño, a pesar de que tenía 12-13 años tomaban mis opiniones muy en cuenta y, de vez en cuando, me preguntaban si “todo estaba bien”, es decir, si no “sentía algo raro” en el ambiente de la casa. Luego de ese y muchos otros sucesos, como el último amigo brujo de mi papá y mis tíos que no quiso ir más a la casa porque el indio que se le metía no me quería cerca –cuando “se le metía” decía que yo no era creyente, será que sentía mi mirada juzgándolo como el cretino pesetero y farsante que era-, llegué a una conclusión muy importante para el resto de mi vida: jamás podré tomar una religión o creencia en serio, pues todas conllevan tal festival de chinazos que me sería imposible mantenerme seria durante cualquier ritual o ceremonia.



P.D.: Claro que a mi abuela no “se le metía” ningún indio (capaz en sus años mozos), solo que para mi familia, al parecer, es más entretenido pensar eso que asumir que, de unos años para acá y de vez en cuando, le da una pequeña parálisis facial que la hace poner una risa tiesa y no la deja hablar bien. Ahora, lo de que “yo no soy tu abuela” y tal, pues simple, siempre ha estado un poquito loca; además, la hipocondría y las ganas de formar drama y llamar la atención son una vaina seria y, espero, no hereditaria.

El día que conocí a Cristo




Luego de casi 9 meses de ausencia, volví. Durante ese tiempo se dio una regestación (aprovechando el símbolo temporal para soltar uno de esos chistes obvios que piden a gritos ser contados o no) de mi paciencia, de mi voluntad de escribir; y ese momento de iluminación e inspiración que esperaba para volver a este espacio de pocos espectadores llegó.

Uno esperaría conocer a Cristo en cualquier circunstancia, y más o menos así me sucedió, en realidad fue una circunstancia cualquiera, un día normal, con sus cosas buenas y sus cosas malas, solo que las malas fueron resueltas de forma magnífica por el protagonista de esta historia.

Cenaba con unos amigos luego de ir a un bazar y la convocatoria se amplió más de lo que esperábamos. En el restaurant tuvimos que pegar 3 mesas y los invitados no dejaban de llegar, al punto de que conocía solo a la mitad de los asistentes. Entre esa mitad cuyos nombres y rostros (como es costumbre) ya casi no recuerdo, quedó fijado un joven de una apariencia que al principio no pude clasificar y que, cuando amable y firmemente me tendió la mano para presentarse, quedó tatuado en mi vida.

“Cristo, un placer”.

“Ay, me está jodiendo, seguro se llama Cristóbal o Cristopher y le dicen así”, pensé. Pero no, ese era su nombre. El joven, cuya apariencia pude clasificar como helénica al enterarme de su ascendencia griega, fue llamado Cristo por sus padres. Por supuesto, ante tan importante ocasión no podían faltar esos chistes obvios que pocas veces tenemos chance de hacer, total, no todos los días tenemos a Cristo al lado, y por ahí empezamos: que si éramos 12 en la mesa, que si estábamos a la derecha del padre, que cuál de nosotros sería Judas, que si Judas se hubiera podido pagar un mejor branding con sus monedas de oro para ser recordado de otra forma, hasta la cumbre: una pana sugirió que Cristo le pondría así a su hijo, y yo le digo: “¿Pero cómo le va a pasar esa cruz a su hijo?” Todo un momento de risas, diversión y amistad, pues. Lo reciente de nuestro encuentro me impidió echar broma con Cristo, de quien me han dicho que suele echar mucha broma con respecto a su nombre, pero espero poder verlo en una segunda venida (jejeps, no puedo detenerme, las posibilidades son infinitas) y compartir un poco más con él, porque aparte de todo, me cayó burdebien.

P.D.: Vale decir que al final de la velada tuvimos un percance con la cuenta, pues quedaba un sobrante por pagar luego de que todos pagamos. Luego de rompernos la cabeza tratando de resolverlo, Cristo propuso que, al ser un grupo numeroso, pusiéramos todos una especie de propina y así saldaríamos la cuenta. Al final resultó perfectamente, como siempre que dejamos las cosas en manos del señor.